Escuchamos la letra de una canción. Alguien canta una pena, una alegría, un suceso cualquiera. ¿Qué es exactamente lo que estamos escuchando? Tal vez se trata de la vida del autor o autora, quizás la del personaje que aparece en la letra o tal vez otro u otros. ¿Quién es quién? ¿Qué relación hay entre uno y otro?

Hablemos un poco del Yo y su papel en el texto de las canciones.
La primera persona
Imaginemos una situación habitual cuando escuchamos una canción.
La persona que canta está interpretando una letra que claramente explica que echa de menos a una pareja, a alguien que ya no está a su lado, y va desgranando detalles de la relación, las cosas que hacían cuando estaban juntos o el momento en que uno decidió dejar al otro.
La letra, la música y la voz de la persona que está cantando se funden en una sola cosa aunque sólo sea durante tres o cuatro minutos, en una experiencia poderosa que todos conocemos, en una especie de trance y, cuando la canción termina, es difícil no estar convencidos de que hemos asistido a una confesión, a un relato de algo completamente personal, a un fragmento real de la vida de quien haya sido el intérprete.
Sí, lo sé. Tal vez estoy exagerando un poco pero supongo que entenderéis perfectamente a lo que me refiero.
Y si la letra, además, incluye palabras como yo, tú, él o ella e incluso algún nombre propio, ¿cómo no vamos a identificar la historia y su intérprete?
Es la magia de las artes presenciales, como el teatro, por ejemplo..
Algo fingido, simulado o aproximado que nuestros cerebros aceptan como verdadero, como representativo, al menos, de una verdad personal, de unos hechos o emociones reales.
Es uno de los poderes legendarios de las canciones. Pero, también, puede conducirnos a un error, a un malentendido, a una ficción, y si escribimos canciones tal vez también a una autocensura, al pudor, a la vergüenza.
Este fenómeno ilustra uno de los mayores trucos, por decirlo así, de la literatura en general, el elemento autobiográfico y sus alternativas.

Lo autobiográfico
El hecho es que sabemos sin ninguna duda que alguien, una persona concreta, escribió lo que leemos, lo que cantamos, de la misma forma que vinculamos por defecto a quien habla con lo que dice.
Y esa certeza nos lleva directamente a identificar en una medida u otra al autor con los hechos que se exponen. Y esa identificación es cierta, pero la medida de esa relación y la fidelidad entre lo que sucedió realmente y lo que se ha escrito puede ser diversa.
Si nos centramos en los casos en que el escritor o escritora utiliza la primera persona y, además, es quien narra la historia, podríamos pensar que la cosa está clara y lo que sea que se diga o suceda en el texto estará referido directamente a la vida real del autor.
Pero puede perfectamente no ser así y que mucho o poco de lo que se escriba no le haya sucedido nunca y no tenga una veracidad biográfica, por decirlo así.
¿Cómo podemos saber o crear un tipo u otro de texto?
Para resolver esto, los críticos y estudiosos literarios distinguen entre lo autobiográfico y la llamada autoficción.
Para que un texto se considere autobiográfico es necesario que en autor, en algún momento, explícitamente se comprometa a ello. Es el llamado pacto de lectura entre quien escribe y quien lee.
Y, aunque al autor le traicione la memoria o le rapte su propia fantasía durante la escritura, ese pacto le sitúa en una posición en la cual estará explicando hechos reales mientras el lector o receptor se compromete a creerlos como tales.
Este es el pacto autobiográfico que se puede aplicar tanto a diarios, como memorias o textos donde la fidelidad a lo realmente acontecido sea una parte vital del artefacto artístico.

La autoficción
Pero, como hemos dicho, nada impide a un escritor o escritora de una canción ponerse a alterar cosas en un texto, letra o relato. A disfrazar u ocultar algunos detalles pequeños o grandes, a inspirarse libremente o a mentir con una u otra intención, si queréis verlo así.
Si hemos hablado del pacto autobiográfico, en el otro extremo tenemos el pacto novelesco o de ficción donde la verdad es sustituida por lo creíble, por lo que pudo haber sido pero no fue y se ha inventado con un propósito artístico. Es también un pacto en el que quién lee o escucha acepta ese juego, esa estrategia y simula estar frente a una realidad que no fue.
Entonces, para ubicar a aquel autor o autora o cantante para lo que nos ocupa que utiliza la primera persona al escribir, que cuenta su historia y la de los otros y otras implicadas pero no garantiza en ningún momento la completa veracidad de los hechos, se inventó la palabra y el concepto autoficción.
Esta bonita construcción verbal nos sirve para describir esos textos que parecen autobiográficos pero en los cuales algunos elementos, nombres, lugares o detalles pueden ser ciertos o no y nunca tendremos la seguridad de que son fielmente autobiográficos.
Aquí, a medio camino entre la ficción y la confesión, es donde podemos ubicar muchas veces las letras de las canciones, cuando el pacto de lectura es ambiguo y básicamente nos creemos algunas cosas como que el que canta es el protagonista de lo que canta y otras cosas que se cantan pues sencillamente no nos las acabamos de creer.
En esa ambigüedad aparece, aunque parezca mentira, un espacio muy valioso para quién lee o escucha la canción, para su participación activa sin perder la cercanía de la primera persona, de lo biográfico, de las habladurías incluso.
También pone a una canción en un terreno no tan personalista, no tan yo hablo de mi y de mis cosas y tú las escuchas y te las crees, en una situación que tal vez más personas puedan hacer suyas y encajar mejor en sus propias experiencias compartidas.

Puedes escuchar el episodio del Podcast titulado «El elemento personal«, dedicado a este tema:
Conclusiones
Lo personal es inevitable. Cada participante en un acto comunicativo aporta su experiencia, su entendimiento y hasta sus intereses a lo que se esté tratando.
Una persona que escribe cualquier historia o cualquier tipo de texto, en realidad, va a dejar su huella personal en él: algo de su vocabulario, de su sintaxis, de su carácter, de su todo.
Aunque escriba en tercera persona, aunque relate hechos que no tienen ninguna relación con su vida, ni con sus valores, ni con sus esperanzas ni con sus desvelos.
Mucho más si escribimos en primera persona y afirmamos o fingimos ser la persona además del personaje del texto.
Pero el elemento personal somos también nosotros mismos como oyentes, como receptores y como receptáculos de la historia, de la emoción, de lo que sea que suceda en la canción.
Esto clarifica unas cuantas cosas respecto a las composiciones musicales, las obras de arte en general, e incluso nuestra vida cotidiana.
Lo primero es que sin receptores no hay comunicación, no hay obra, no hay prácticamente nada.
Cada uno de nosotros y nosotras no sólo recibimos el estímulo de la pieza musical sino que además la completamos. Es algo inevitable. No somos oyentes pasivos al escuchar una canción, es imposible.
Por lo tanto, es inevitable que cada cual haga su lectura de todo lo que le llega y esa lectura, esa perspectiva, ese pedazo nuestro que añadimos a la canción es lo que le da su forma particular y digamos definitiva para nosotros.
Por eso, el yo de un escritor de canciones, el ego incluso, más el yo que canta una cantante y nuestro yo en un tiempo y lugar determinados resulta en una experiencia concreta que llamamos escuchar una canción.
Puedes hacer la tarea de investigar y disociar al escritor del cantante e incluso de ti mismo, ser consciente de que el corazón roto de aquél cantante no es el suyo no el tuyo pero tal vez esto no tenga mayor importancia si eres un oyente disfrutando o no de una interpretación.
Pero bueno, que cada cual haga lo que quiera, por supuesto.
Si miramos el asunto desde el lado de quién crea la canción la cosa puede resultar en vergüenza por expresar tus propias experiencias o sentimientos, o en la sensación de ser un impostor por tal vez escribir historias o cualquier cosa que no hayas experimentado personalmente y situaciones parecidas.
Pero, una vez visto todo este panorama de perspectivas, personalidades y demás situaciones particulares la verdad es que no importa mucho.
Que valoremos una canción por el grado de veracidad respecto a la vida del autor o de los intérpretes no tiene mucho sentido.
Una canción no es un ensayo, ni unas memorias, ni ninguna otra cosa ajena a ella, aunque pueda contener mucho de estos y otros ámbitos.
Así que escuchemos canciones sin miedo y sin reticencias, son obras para comunicarnos y expresar nuestras ideas y sentimientos, para ser compartidas.
Y escribamos letras de canciones igual, sin miedo, sin censurarnos porque sí.
Cantemos desde el yo sin más porque, cuando llegue al cerebro de la audiencia ya será un tú o un nosotros el que la habrá hecho suya y nosotros como compositores y compositoras empezaremos a desaparecer y, si hay suerte, la canción perdurará mucho tiempo más que nosotros.
Una vez más. No le des más vueltas. Escribe tu canción.